miércoles, 10 de febrero de 2010

Un chin de amor


Pedro Granados, Un chin de amor (Lima: Editorial San Marcos, 2005) [Incluye Prepucio carmesí (New Jersey: ENE, 2000)]
ISBN: 9972-34-252-2

Puerto Príncipe, 17 de agosto de 2001


Querido hermano Germán:

Desde el lunes 13 estoy en la capital de Haití, Puerto Príncipe, que es como un Tacora sin límites, salvo en los cerros donde mora la gente rica. Todos son negros aquí, y todo es también de este mismo color en la noche porque en las calles no hay luz. Sin embargo, una vez superado el miedo ante tanta oscuridad —la de la gente y la de la ciudad— te das cuenta de que son personas incluso las que viajan amontonadas como papas o gallinas yendo o saliendo del mercado de pulgas que es —hasta la puesta del sol— toda esta agitadísima capital. No te imaginas lo difícil que es hacer cualquier cosa en Haití. Hay muy pocos restaurantes, y los más lujosos parecen pollerías poco concurridas del distrito de La Victoria. No hay taxis. Pero lo peor es que no existe ni recojo de basura ni alcantarillado; la gente camina literalmente sobre la mierda. En fin, todos parecen choros, pero no te roban. En Haiti estoy acompañado de una haitiana bonita que responde al nombre de Elimane. Nos conocimos en la República Dominicana, aunque nos enamoramos en un pasadizo que podría corresponder a cualquiera de un país subdesarrollado. Salvo por un enorme árbol de mango que daba deliciosos frutos y aun más sabrosa sombra. De tanto entrecruzarnos en este pasadizo nos enamoramos. Para solaz nuestro y desagrado de sus padres militantes del fundamentalismo moreno. No te describo a Elimane por tu corazón, ya que me cuentan que lo tienes últimamente un poco delicado. Pero te digo nomás que si a ese culo lo pones a rodar por Lima te aseguro que toda la paisanada se me ataranta, se me atraganta y se me ahoga.

Nada más por ahora mi hermano querido. Pronto regreso a trabajar a Boston.

Juvenal.

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Juvenal Agüero aspiraba parsimoniosamente el perfume de su mujer. Lo interrumpía, encandilándolo más aún, el resplandor que emergía de aquel mar tan moreno.

—¡Qué bonita es la vida, por la crica de la madre!, decía para sus adentros

Recordaba que no esperó a que Isabel se deshiciera de su bien entallado sastre pantalón. Lino azul claro que le ceñia el toto como si éste fuera un bien estudiado mohín, la osada travesura de unos labios ávidos y carnosos. Allí mismo, en el taxi que los conducía al hotel del peruano, palpó concienzudamente ese lino y —en silencio y con todo detalle— le dijo a los ojos muy abiertos de la morena lo que les esperaba a ambos en toda aquella vasta noche.

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